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"Un problema irresoluble, es un problema mal planteado" Albert Einstein

El muchacho y el pollito: Cuento sobre conflictos

Cruzando la calle que estaba enfrente del granero de Don Juan, había una tienda. De esas tiendas que hay por todos lados. La pared estaba pintada de color blanco, y por cierto ya estaba muy sucia, pues el lodo de la calle era salpicado día a día por el camión que salía del pueblo. Tenía varios anuncios colocados a la derecha de la puerta. Algunos promocionando frituras y otros más eran avisos que el dueño de la tienda colocaba de vez en cuando, ofreciendo algunos objetos que vendía.
Ahí, justo enfrente de esa tienda descuidada de un pueblo aún más descuidado que la tienda, se desarrolla esta breve historia.
     “Pollón” salió como siempre de la granja. Caminó sobre sus dos patas hasta llegar a la cerca y ahí se detuvo, contemplando los nidos de las otras aves que colgaban de las ramas del único árbol que alcanzaba a ver con sus pequeños ojos de pollo. Agitó sus alas, estirándose después de haber dormido casi toda la tarde, y continuó su camino. Avanzando a tropezones –pues el sueño aún no se apartaba de sus ojos-, consiguió llegar a la tienda.
     Por si no lo sabes, para un pollo no hay algo mejor que ir a una tienda. Ahí podrá encontrar, si bien le va, algunas sabritas regadas en la entrada o algún dulce extraviado debajo del mostrador. A Pollón, en particular, le atraían los dulces. Y justo cuando iba entrando a la tienda observó que había una caja de dulces de menta regada en el piso. Los dulces de menta eran sus favoritos, así que no sólo tomaría uno o dos, haría varios viajes hasta llenar su pequeña despensa de dulces mentosos.
   Pollón, como verás, estaba muy emocionado. Se dedicó de lleno a su labor y ni siquiera se dio cuenta que el sol ya comenzaba a desaparecer en el horizonte, allá, detrás de las últimas casas del pueblo.
Y así como no vio que el sol se preparaba para descansar sobre las montañas, tampoco percibió al jovenzuelo que venía caminando directo hacia él: con un costal grasiento en la mano. Pollón estaba perdidamente concentrado en su tarea, imaginándose a él mismo comiendo dulces toda la noche.
    Te describiré al jovenzuelo. No medía más que yo pero tampoco menos que tú. Tenía colocado sobre su cabeza un pequeño sombrero de paja, y vestía una camisa amarilla, que hacía juego con el sombrero y el costal, amarillos también. Su piel era muy oscura, como el café que toma mamá Aure. En realidad no podríamos decir que tenía un buen aspecto. Si lo hubieras visto hubieras salido corriendo, a no ser que estuvieras tan ocupado como Pollón. En fin, así era el joven.
     El muchacho caminó despacio hasta el pollito y se quedó un rato mirando cómo sostenía los dulces con su pico. Soltó una risa y tomó a Pollón con la mano que tenía libre. Pollón soltó el dulce e intentó agitar sus alas, pero estaba bien sujeto por la mano de color oscuro que lo sujetaba con fuerza, lo que en verdad le lastimaba. El joven –tal vez te dé asco lo que sigue, pero así fue- soltó el costal grasiento y levantó el dulce del piso. Y bueno, ya te imaginarás…sí, se lo echó a la boca y lo mordisqueó sin modal alguno. Miró a Pollón y le dijo: Vaya, pollo travieso, ¿con que te gustan los dulces de menta, eh? – Mientras le mostraba algunos trozos del dulce que mantenía en la boca-. Pollón lo miró y le respondió: Bueno, mi amigo, por lo que veo a ti también.- Pollón intentaba ser amable, quien sabe por qué. Seguramente no había visto el costal en el piso y los ojos del muchacho que brillaban de felicidad, pues tenía entre sus manos la cena de esa noche. El muchacho levantó el costal del piso, sin más ni más y cuando iba a meter a Pollón, Pollón alcanzó a decir:
-¡oh, no lo hagas! ¡Por favor, déjame ir!- Ya había comprendido la situación, y su corazoncito de pollo había comenzado a agitarse demasiado, tanto que Pollón apenas podía articular sus palabras.- Vamos, haré lo que me pidas, pero déjame ir-.
El muchacho, que al principio parecía resuelto a ignorar al animal, finalmente cedió. Colocó a Pollón en el escalón de la tienda y le propuso un trato. Jugarían a las adivinanzas. Cada uno diría una adivinanza, y aquel que fallara en la respuesta decidiría el futuro de ambos. Pollón aceptó –pues no tenía otra opción- y el joven comenzó el juego.

-“Entre más le quitas, más grande es, ¿qué es?" – dijo el muchacho, orgulloso de haber permanecido un tiempo extra en su trabajo, escuchando los mejores acertijos.
Pollón rió, pues después de ir todos los días a la tienda había escuchado esa gastada adivinanza.
-Es un agujero- respondió- Y es mi turno:

-“Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón, si no me lo adivinas, muchacho, se te partirá el corazón”-.
   El joven respondió de inmediato con la respuesta que ya conoces. Y lanzó la siguiente adivinanza:

-“Ciudadano muy mirado, moderno camaleón,
Subido en tu árbol cambias de color”-

     Pollón se quedó pasmado, pues nunca había escuchado esa adivinanza. En su mente recordó muchas cosas, pero ninguna parecía ser la respuesta.
     Pensó y pensó, pero no encontraba algo que cambiara de color, que fuera muy mirado y que estuviera en lo alto de un…
-¡El semáforo!- Gritó Pollón. El joven se sorprendió de que un pollo de granja conociera la respuesta, pero aceptó su respuesta y se dispuso a escuchar la siguiente adivinanza.
-“La puerta del granero está en la parte de atrás,
-¿de atrás y no de adelante, como todos los demás?-
De atrás, os digo, y os pido que no me preguntéis más.
Si no descifras mis palabras, confusión tan solo tendrás;
Mi buen y joven amigo, ya veo que hoy no cenarás”-

   Pollón sonrió, pues él mismo se había asombrado de la solemnidad con la que dijo la adivinanza. Miró al joven, y de inmediato guardó su risa, pues lo que vio en su rostro no era nada agradable. El joven lo miraba profundamente. Aunque en realidad no veía a Pollón, sino que se había quedado absorto con el enigma y herido con lo de “…Mi buen y joven amigo, ya veo que hoy no cenarás”. No se daría por vencido de una vez.
     El tiempo pasó, el sol se metió, la luna salió, un ave cantó y la tienda…ah… bueno, la tienda se cerró. Pero el jovenzuelo no tenía la respuesta. Se movía para todos lados, pensando y pensando, ¿en qué? No lo sé, quizá en la respuesta o quizá en cómo llevarse a Pollón a pesar de haber perdido. Creo que esta última es la opción más acertada.
  Pollón –que ya se había sentado sobre una piedra- se levantó y se estiró, pero antes de que pudiera dar un paso sintió un apretón en todo su cuerpo: era la mano de color oscuro. Pollón no pudo decir nada, pues el joven tan sólo lo levantó del piso y sin dudarlo lo metió en el costal. Pollón sintió náuseas mientras daba vueltas. El joven, como si no hubiera perdido el juego y roto el trato, se echó el costal al hombro y caminó por la oscuridad que ahora cubría el camino, con la luz tenue de la luna y las estrellas que caía con gracia por los llanos.
     El joven, después de un rato, llegó a su casa. Se quitó sus zapatos sucios, se despojó de su sombrero, se quitó su camisa sudada y se tendió sobre la cama que había estado des tendida desde siempre. Después de eso se quedó profundamente dormido, pues no encontró nada para cenar…